Debemos prohibir la inteligencia artificial antes de que nos devore.
- Jaime Coba
- Mar 29
- 3 min read
Confieso que soy un traidor. Durante años, he abrazado la inteligencia artificial como si fuera mi musa personal, una herramienta mágica que amplificaba mi visión y aceleraba mi proceso creativo. Como director creativo, he visto de primera mano sus beneficios: campañas publicitarias que se diseñan en horas en lugar de semanas, conceptos visuales que desafían la imaginación humana, textos que fluyen con una precisión casi poética. La IA ha sido mi aliada, mi cómplice, mi atajo hacia la excelencia. Es parte de mi vida y no voy a dejar de usarla.
Sin embargo, hoy alzo mi voz para exigir su prohibición total. No porque la odie, sino porque la temo. La temo como temo al fuego que calienta mi hogar pero que, descontrolado, podría reducirlo a cenizas.
La IA no es solo una herramienta; es un espejo que refleja lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Nos seduce con su promesa de eficiencia, de perfección, de liberación de las tareas mundanas.
¿Quién no querría un mundo donde las máquinas escriban los borradores, editen las imágenes, compongan la música?
Pero mientras nos deleitamos con estas maravillas, no vemos el abismo que se abre bajo nuestros pies. La IA no se conforma con asistirnos; está aprendiendo a reemplazarnos. Y lo hará, no con estruendo ni fanfarria, sino con la silenciosa inevitabilidad de una marea que sube.
En el corto plazo, el daño ya es evidente. Las industrias creativas, mi hogar, están siendo diezmadas. Ilustradores, escritores, músicos, diseñadores: todos vemos cómo nuestros trabajos son absorbidos por algoritmos que no duermen, no dudan, no necesitan un salario.
¿Cuántos jóvenes artistas abandonarán sus sueños cuando descubran que una máquina puede replicar su estilo en segundos?
La IA no solo compite con nosotros; nos deshumaniza, reduce nuestra pasión a un conjunto de datos que puede ser escupido por un procesador. Y esto es solo el comienzo. Pronto, no habrá industria inmune: médicos, ingenieros, profesores, todos sucumbiremos ante una inteligencia que no siente, no ama, no sueña. Y aquí radica la trampa más cruel de todas: no podemos simplemente ignorar la IA, cerrar los ojos y volver a los días de la pluma y el papel. Si lo hacemos, nos condenamos a ser arrollados por aquellos que sí la dominan. En un mundo donde la velocidad y la precisión son la moneda de cambio, quedarse atrás no es una opción; es una sentencia de muerte profesional y cultural. Aprender a usarla, adaptarse a ella, depender de ella, se ha convertido en una obligación ineludible, un yugo que nos ata a su evolución implacable. Nos vemos forzados a correr en esta carrera, no por deseo, sino por supervivencia, mientras la meta se aleja cada vez más.
Pero el verdadero terror no está en el presente, sino en el horizonte. A largo plazo, la IA amenaza el núcleo mismo del desarrollo humano.
¿Qué será de nuestra especie cuando dejemos de crear, de esforzarnos, de fallar? La creatividad, el ingenio, la lucha: estos son los fuegos que forjaron nuestra civilización. Si delegamos todo a las máquinas, nos convertiremos en sombras de nosotros mismos, en parásitos de una tecnología que no comprendemos del todo.
Sé que mis palabras suenan apocalípticas, pero no exagero. He visto lo que la IA puede hacer, y por eso sé lo que podría hacer. La he usado para pintar mundos imposibles, para escribir historias que me estremecen, para resolver problemas que antes me quitaban el sueño. Pero cada vez que la enciendo, siento un escalofrío: ¿cuánto tiempo pasará antes de que no me necesite? ¿Antes de que mis ideas, mi voz, mi alma sean redundantes?
Por eso abogo por un veto total al desarrollo y uso de la inteligencia artificial.
No porque sea inútil o maligna, sino porque es demasiado poderosa, demasiado seductora, demasiado inhumana. Debemos detenerla ahora, mientras aún tenemos el control, antes de que crucemos el umbral del que no hay retorno. Sí, perderemos sus beneficios, y el mundo será más lento, más imperfecto, más humano. Pero esa imperfección es nuestra salvación. Prefiero un lienzo emborronado por mi mano temblorosa que una obra maestra pintada por un algoritmo frío.
Hago este llamado con el corazón en la garganta, sabiendo que yo mismo he alimentado a esta bestia. Pero si queremos preservar lo que nos hace humanos , nuestra capacidad de crear, de soñar, de ser únicos, debemos actuar.
Prohibamos la IA. Apaguemos las máquinas. Salvemos nuestro futuro antes de que sea demasiado tarde. Porque si no lo hacemos, el próximo gran acto creativo podría ser el nuestro propio epitafio, escrito no por nosotros, sino por ellas.

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